DUDA
Amigo lector:
¿Puede usted imaginarse alguna persona que, habiendo pasado por Madrid, no visitara el Museo del Prado? Probablemente, no. Pero, si yo le dijera que soy uno de esos seres que, además de haber estado de paso, he vivido cierto tiempo en esta ciudad, y mucho ha transcurrido sin hacer acto de presencia en el mencionado lugar, ¿lo creería?
Efectivamente, así ha sucedido. El hecho de ir a verlo, después de tanto tiempo de estancia aquí, me ha consternado de tal manera, que me he visto en la necesidad de escribir estas líneas de descargo, para tranquilidad de mi espíritu, acongojado por la ofensa que mi proceder, nada correcto, ha inferido a este Edén de la Pintura.
Mis primeros pasos en aquellas salas fueron de inseguridad y vacilación. Llegué incluso a pensar que los empleados se mofaban de mí; de aspecto sobrio y respetuoso talante, permanecían impasibles en sus respectivos puestos, atentos al incesante discurrir del cotidiano proceso.
¡Mucho fue mi recogimiento al verme ante las joyas pictóricas allí expuestas! En medio del silencio sepulcral reinante en el ámbito, las imágenes en los lienzos plasmadas cobran fuerte hálito de vida, con lo cual logran sobrecoger el alma de todo enamorado del Arte que hace incursión en el magistral despliegue de color, historia y leyenda.
Algo más tranquilo por el gozo obtenido, aunque afectado por cierta dubitación y pesadumbre, continué recorriendo las extensas galerías… Asombrado y sorprendido me sentía ante tanta obra portentosa, imposible de concebir su existencia por quien no haya contemplado esta maravilla con especial atención. Pensando en ello, me veía extremadamente mezquino, poco merecedor del premio que representa vivir en un lugar donde se nos brinda constante la oportunidad de admirar a los grandes genios de la pintura.
Puesta mi vista sobre los personajes de Goya, Velázquez, El Greco, Rubens… las fuerzas me faltaban para sostenerme: sus miradas se me aparentaban irónicas, sus gestos de reproche y sus posturas de queja hacia mí, por haber herido su sensibilidad de seres altamente venerados a través de los siglos. Después de algún tiempo entre ellos, sus rasgos se hicieron más dulces, creció amable su actitud y semejaban querer alentarme al inquirir:
―¿Cómo no has venido?
Con tanta gentileza lograron disipar mis absurdos temores, llenando mi corazón de infinita alegría y rebosante de encomio mi espíritu; de modo que, pensando hacerme asiduo visitante del museo, salí a la calle henchido de satisfacción y ufano de mi comportamiento.
Nunca había visto el Paseo del Prado tan bello como en aquel momento. Sus árboles parecían más frondosos y de carácter enternecedor; el verde de sus jardines era suave y delicado, en justa correspondencia con los cuadros atesorados en el interior de aquellos muros; en torno al edificio flotaba un ambiente grato y acogedor, el que nunca hube supuesto que vivificara al contacto de aquellas paredes, consideradas hasta ayer frías e insensibles, cual integrantes de colosal mausoleo o sustentadoras de estatua sepulcral. Ese día percibí cuán equivocado estaba respecto de su ser, firmes que se han mantenido a lo largo de los años, con ese aire de magnificencia y potestad que las hace dignas acreedoras de la fabulosa riqueza que dentro de ellas se guarda.
Amigo lector:
Después de haber enumerado el sinfín de sensaciones experimentadas, reitero mi pregunta:
¿Sabe usted de quien no visitara todavía esta magnífica muestra? ¿No será uno de ellos, verdad? Dígalo sin miedo, y procure ir lo antes posible; búsquese un amigo que lo acompañe, si tanto teme ir solo. Si, por el contrario, lo ha visto ya y conoce quien sigue ajeno, insista en llevarlo; aunque al principio se niegue, pronto se animará.
A mí me pasaba igual: la pereza, el desinterés, quizá el temor… me mantenían alejado de la maravillosa pinacoteca. Mi amigo Julio Viera, pintor excelente, declarado por sí mismo genio del arte, logró convencerme. Una tarde, de visita gratuita, entramos en el insigne palacio. Cuando, después de unas horas, salimos al paseo, acerté a musitar:
―¡Gracias!
JOSÉ RIVERO VIVAS
MADRID, AGOSTO 1959