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LA NUBE


  Cierto día, de abril o mayo, en mi indolente deambular por calles de Madrid, notaba pasar las horas sin ocupación determinada ni rumbo definido. Pero, me hallé de pronto en uno de esos momentos en que toda persona desocupada ―con su andar cansino y lento vagar, observando todo, sin ver nada en particular―, siente deseos de mirar hacia el lejano horizonte, con ansias de descubrir las ilusiones forjadas en mente, calenturienta y laxa por las circunstancias que atraviesa. Claro es que, el horizonte en una ciudad es algo limitado, habiendo de conformarnos el reducido ámbito que nos circunda; así, pues, hemos de recurrir a la bóveda celeste, para posar nuestra mirada en ella y dejar que corra libre el pensamiento. Eso hice: miré al espacio infinito, sin que me causara gran impresión cuanto alcancé a distinguir en el primer instante, por ser lo que todos percibimos cuando, sin expresa intención, dirigimos nuestra mirada al firmamento.
  Después de algún tiempo de observación sobre el mismo punto, pude advertir algo raro sucediendo allá arriba: las nubes semejaban disiparse con inusitada rapidez, cual si huyeran de implacable enemigo; se atropellaban, en su precipitada marcha, ansiando ser cada una la primera en desaparecer. Tal pavor mostraban, que me pareció un ejército en derrota cuya desorganización no le permitiera retirarse en digna y respetable forma. 
  Detrás del ejército… ¿Qué ocurría? ¡Oh, cuán bella y majestuosa avanzaba la cuadriga de briosos corceles! ¿Era diosa que bajaba del Olimpo? No. Se trataba de una nube, altanera y caprichosa, con deseos de aventuras legendarias. Más corpulenta que sus rivales, hacía que éstas, en retirada forzosa, dejaran su camino expedito, permitiendo que ella corriera en pos del logro de sus descabelladas ambiciones.
  Merced a su maleable constitución adoptaba diversidad de formas, todas elegantes en sumo grado. Su primera aparición fue semejante a la del héroe aqueo en lucha abierta contra la hueste troyana; luego, tomó forma de nave fantasmal, surcando los mares tras huella de nueva odisea; más tarde se erigió cual invulnerable figura de la Caballería Andante, al paso de su cabalgadura, por las vastas extensiones de Castilla, con ademanes quijotescos; adquirió después estampa de guerrero cristiano que, acosado por numeroso grupo de sarracenos, aniquilaba sus vidas con igual facilidad que una jauría de lobos diezma una manada de corderos. Así, sucesivamente, fue transformándose en diversas representaciones que en su presunción hubo imaginado podría realizar; ignoraba, sin embargo, que este sinfín de modos adoptados suponía inminente peligro para su integridad.
  Su exacerbada fantasía la llevó al extremo de no percibir que su desproporcionado deseo fue causa inequívoca que abocó a su total destrucción y aniquilamiento: quiso tomar cuerpo de ninfa cuya belleza envidiara la misma Venus. Apenas hubo conseguido su propósito, se produjo una fuerte ráfaga de aire, de lúgubre vibración y estridente silbido, que hizo desaparecer su cabeza al primer soplo; después, con sagaz inquina, fue deshecha la hermosa estampa de sus bien torneadas piernas, y, por último, al cabo de jugar maligno con su cuerpo tronchado, volvió el aire a reinar con ímpetu y pujanza, haciendo que las nubes, diseminadas previamente, volvieran a unirse en porfía, tomando posesión del espacio circundante.
  Quedé consternado ante la fantasmagórica visión contemplada en mi deambular por el Paseo del Prado. El rastro borrado me llevó a pensar que fue justicia celeste aquella andanada de viento serrano que hizo esfumarse, del infinito que nos rodea, símbolo tan precario de soberbia manifiesta y desmedida ambición.


JOSÉ RIVERO VIVAS
MADRID, SEPTIEMBRE 1959

 

'La vida es un continuo irse fuera.'

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